Postes
Había ido a Nueva York a visitar a mis hijos, que entonces estudiaban, y nos fuimos al Moma que anunciaba una exposición temporal de los retratos del cartero de Van Gogh. No sé si había visto uno o había visto varios en otros museos o en reproducciones pero el chiste fue que el conjunto me impresionó mucho; verlos todos juntos -siete u ocho, no más- le dio al cartero una dimensión que ni me imaginaba y me permitió este salto al vacío.
POSTES
Vamos a ver, señor Joseph Roulin, cartero de Arles,
qué estaba usted haciendo allí, al lado de Vincent Van Gogh,
esos días entre el verano de 1888 y la primavera de 1889 en los que, afiebradamente, porque nunca pudo ser de otro modo, y menos en esos momentos decisivos,
el maestro se dio a la, por lo visto, grata tarea de retratarlo a usted
repetidas veces, según el trabajo que ahora cuesta compilar la obra,
prácticamente en la misma posición, con el mismo uniforme y,
si me apuran demasiado, en la misma silla que, si no me equivoco,
era de rattan con tejido de mimbre, en la cual usted se sentó
una vez y otra vez a ser retratado por su amigo raro el pintor holandés.
Asombro, desconfianza, altanería, complicidad, sorpresa, duelo,
son algunas de las expresiones con que posó para la posteridad
con la barba brutalmente reproducida en llamaradas inversas y partida en dos cuernos arrogantes.
Más viento nunca pasó por su vida ni usted fue nunca más hondamente visto por nadie.
¿Usted sabía que era para la posteridad, o fue simple complacencia, vanidad de un rato, manera de pasar el tiempo fuera de horas,
o la morosa complacencia de unos muy buenos tragos compartidos?
¿O el viento de esas pinceladas llegaba a usted a través de su grueso saco azul de botones dorados y le alcanzaba a romper un poco la piel?
¿Todo perdido, empleado, o un poquito del veneno de Eros por allí escuece?
Diga, diga.
Las expresiones, ¿eran de usted y Vincent las captó con agudeza
o él las inventó para hacernos creer a todos que usted estaba lleno de ricos matices anímicos y espirituales?
Perdóneme, Joseph.
Usted no está aquí, señor Roulin, cartero, ni su pintor tampoco, ni sus tapices con florecitas, ni la mesa barata verde de palo,
de modo que cualquier secreto, por doloroso que sea, puede ser dicho,
ya que los únicos que por lo pronto estamos hoy son el que le pregunta a usted
y este otro intempestivo testigo del drama que es el que está leyendo.
Y en realidad ya nadie está, ni usted, Roulin, ni Van Gogh, ni Aura ni, casi, el inopinado lector.
Pero sus retratos van a ser conservados este otro siglo y muy probablemente
por los siglos de los siglos. De modo que tratemos, se lo ruego, de seguir conversando.
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