Bienvenida (de Julio Trujillo)
BIENVENIDA
por Julio Trujillo
Alejandro Aura, Se está tan bien aquí, Calamus, Oaxaca, 2007.
Si tuviera que adivinar la edad de Alejandro Aura, con la sola evidencia de su nuevo libro de poemas, Se está tan bien aquí, diría, con gran osadía, que tiene entre cero y cien años. Este arco vital no es caprichoso: Aura, el poeta, es al mismo tiempo un recién nacido y un centenario lobo de mar. Su mirada tiene la transparencia de quien recién llega: no hay velos ni apenas estrategia en sus poemas sino un asombro que envuelve, un pasmo vital que lo lleva a tutearlo todo, a estirar la mano y tocar, saborear, interrogar con los cinco sentidos. Y esos mismos ojos neonatos albergan, sin contradicción, el iris retorcido de quien ya viene de vuelta, de quien sabe (por experiencia, porque ha cruzado el pantano y se ha manchado las plumas) que lo complejo es mejor tratarlo con herramientas sencillas y francas. “Alguien tiene que escribir las adivinanzas”, confesó Aura en algún momento, y en esa revelación está la clave de su poesía: el autor de una adivinanza es a) Un niño, en tanto que sus aproximaciones son lúdicas y parten del asombro y la inocencia; b) Un adulto, en tanto que sabe manipular maliciosamente el lenguaje (su contenido y su forma) hasta convertirlo en un artefacto. Podría agregar un inciso c) El autor de una adivinanza es un fantasma: apuesta siempre por el protagonismo de su juguete y no por el suyo propio, se retira a tiempo, sabe que la poesía es de todos y ya no del poeta. Y así es: Alejandro Aura, desde hace años, libro a libro, trabaja sin cansancio y sin afanes protagónicos. Lo atiza el amor por la escritura, no el aplauso. Apuesta por que sea la poesía la que esté en boca de todos, no el nombre de su autor.
Y ahora, ese personaje fantástico de entre cero y cien años ha escrito su último libro: Se está tan bien aquí. Y atención: cada libro que escribimos es el último porque es el más reciente y porque, por lo pronto, hacia delante no hay nada más. Es muy importante tener siempre en mente esta doble acepción en el caso de Aura, pues él mismo fue agudamente consciente de ella: Se está tan bien aquí fue escrito como un último libro. Y yo me pregunto, ¿no deberíamos escribir todos así?, ¿no debería cada uno de nuestros libros, de nuestros poemas, ser un testimonio y un testamento? No lo sé. Pero ya es hora de entrar de lleno en el mentado libro.
Los dos primeros versos, por razones evidentes y no tanto, me parecen de vital importancia:
Con cuánta rémora se fue el verano, que no se quería ir,
y quién va a querer marcharse cuando se está tan bien aquí.
Con un metro versicular que será la norma en gran parte del libro, una respiración holgada que fluye sin mayores interrupciones, Aura lo dice todo en el mero principio: “quién va a querer marcharse cuando se está tan bien aquí”. De aquí surgen el título y las intenciones del poemario: si Heidegger afirmó que el hombre es el ser-para-la-muerte, Epicuro y Aura responden que es justo al contrario: el hombre es el ser-para-la-vida. Mientras yo estoy, dicen ambos autores (Epicuro y Aura), la muerte no está, y cuando la muerte esté, yo ya no estaré, así que la muerte es nada. Y Aura agrega: yo no sólo estoy, sino que estoy rete bien. “Ah, qué bien, verano”. Aura es un gozador profesional, y sus lectores y amigos agradecemos que a esa cualidad se le sume la de la generosidad: lo suyo es la invitación y el contagio, la convocatoria explícita. Por eso, más que el autor de sus libros, podemos decir que es su anfitrión.
Pero algo pasa con el Aura gozador: ha hecho consciencia de los límites y de la brevedad de la vida. ¿Esa consciencia atenta contra lo gozado? No, pero lo matiza, profundiza la mirada y reposa las ansias. Se está tan bien aquí es una reflexión sobre la vida gozada. Por eso podemos leer un poema como “Tamiris el Tracio” (quien fue cegado por la musas) en la personalísima clave del narrador de los poemas de Alejandro Aura, que en este caso es Alejandro Aura. “Arrinconado en esta pocilga de mendicante”, dice Aura, yo soy Tamiris el Tracio: he visto a las musas y estoy dispuesto a pagar el precio de mi osadía. ¿Qué precio? La vida misma, es evidente. ¿Y qué osadía? La de admirar la belleza, la de entregarse a las bondades de la poesía, la de ir, como él mismo dice, a la orilla de la página y lanzarse.
Y el autor se lanza y su pesca es abundante: en su red hay carnalidad y deseo, amor, juegos y juguetes, denuncias airadas y un puñado de poemas-coordenada que rigen con poderoso imán la brújula de este libro. Me refiero al ya mencionado “Un verano remolón, 2005”, a “Un nopal en tierra extraña o sorpresas en España” (delicioso diálogo del autor con una cactácea en pleno Madrid), a “Con qué nuevos ojos te veré” (diálogo con la vida y las nuevas formas de mirarla después del dolor y la enfermedad), a “Hay un muchacho” (breve e intenso poema sobre la entrega del testigo), a “Como todas las vidas que sabemos” (donde se materializa un amor que permea todo el libro, un milagroso amor), a “Solo y mi alma” (un poema de fino ateísmo del que cito estos versos: “alma mía tan lábil, sutil, resbaladiza / que me haces renegar de ti a todas horas / y que junto conmigo te habrás de evanescer / en tan pequeña proporción del tiempo”) y a “Despedida” (en el que el autor imagina algunos paraísos y, elegantemente, dice adiós –pero aquí está él y habrá que desmentirlo, día con día, dándole la bienvenida: Se está tan bien aquí es un último libro, sí, pero sólo porque no se ha publicado el siguiente). El poema “Despedida”, pudiendo ser mexicanísimamente melodramático, es ejemplar en su contención y sobriedad. No tiene la afectación del “Brindis del bohemio” ni la solemnidad de “Para entonces”. Es, como muchos de los artefactos verbales de Se está tan bien aquí, un poema sobre el más grave de los temas pero pasado por el tamiz de una cierta ligereza, un cierto nonchalance que es, en realidad, puritita cortesía: se trata de desgravar la vida misma y entregarla en bandeja, apetitosa y tentadora, para el hambre de los invitados.
Quiero decir, por último, que como lector he aprendido muchas lecciones tras la lectura de este libro. Lecciones de desgravamiento, de aproximación directa y confiada con el objeto, lecciones de asombro y candidez, lecciones de soltura y, en fin, lecciones de amor, pues el amor por la vida y sus manifestaciones es el eje que lo vertebra de principio a fin. Por no hablar de lo que le he aprendido a Aura como amigo y persona… Yo siempre lo veo chorreando vida, dando, ahí donde me lo tope, una conferencia magistral sobre el estar aquí, ahorita, venciendo con talento y valentía a esa putilla del rubor helado que en realidad no existe mientras estemos aquí, y aquí estamos, y se está tan bien.
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