El mar de los sargazos

Las palabras, cuando caen en la imaginación sin defensas de los niños, producen muy extraños efectos. Antes o después, todos recordamos el momento en que conocimos una palabra cuyo impacto fue tremendo aunque su significado lo hayamos aprendido después. Yo de la que me acordé anoche fue de sargazos. El mar de los sargazos, en donde los barcos caían apresados por una inmovilidad devoradora, remotamente vegetal, aniquilante. Tenía la dichosa palabra una densidad gelatinosa y pegadiza como un moco, al mismo tiempo que constituía una madeja de hilachas espirituales que parecían estar riéndose con bocas descarnadas de las víctimas a las que los vientos del mar, aliados con las más ruines intenciones morales, habían arrojado a sus fondeaderos asquerosos de los que nadie podía escapar; ay del que cayera en el mar de los sargazos porque tendría que permanecer allí, pudriéndose hasta la consumación de los siglos y sin poder secarse y hacerse polvo por efecto del agua del mar, las irascibles tormentas y la maldición que en sí entrañaba la palabra.

Que luego vine a saber que es una zona en el Atlántico, cerca de las Bermudas, que tiene las condiciones necesarias para que se reproduzca un alga que los navegantes portugueses llamaron sargazo y sirve de habitat para montones de especies y que es la zona en donde las anguilas se sienten cómodas para desovar y regalarle al mundo esa delicia cada vez más inaccesible que son las angulas.

Si uno bucea un poco en la memoria y trata de extraer del fondo los restos del sentido que tuvieron las palabras cuando las oyó por vez primera, puede encontrar infinitas sorpresas, joyas arqueológicas capaces de revelar la historia asombrosa y desconocida de nuestras propias vidas personales.

Ahora fui al revés: me sumergí primero en el proceloso mar de los archivos de donde saqué este sargazo chorreante, lo copié, lo pegué y me pareció que valía la pena compartirlo con los demás aunque no sea algo de actualidad; quiero decir, aunque se trate de una observación de la realidad de hace tres años, lo que para el mundo de la información la hace un vejestorio digno de estar sumergido precisamente en el mar de los sargazos y para el de la palabra entre personas no tiene por qué dejar de tener vigencia, hasta que la deje de tener. Es cierto que en México ya hay otro presidente pero me parece, por desgracia, que la observación vale igual.


IMPENSABLE

En la página 39 de El País de hoy, viernes 22 de octubre de 2004, viene una fotografía y una nota impensables en México y prácticamente, a menos que alguien (¡ojalá!) me desmienta, en América Latina. En el extremo derecho está el escritor Luis Mateo Díez, leonés, autor del libro que está presentado como display en el centro del escenario y como tal arriba de la mesa que hace centro de la conversación fotografiada: Fantasmas del invierno; sello editorial, Alfaguara.

El escritor tiene la pierna derecha cruzada en una actitud de desenfado y habla y gesticula con cierta vehemencia, se nota que habla de algo que le es entrañable y que se siente escuchado con atención como constata la actitud de sus contertulios: en el centro, la periodista Nativel Preciado, mirándolo con simpatía como quien está descubriendo algo interesante y grato en su interlocutor, y a la izquierda, también con la pierna cruzada, aunque con más formalidad, el presidente del Gobierno Español, José Luis Rodríguez Zapatero, sosteniéndose la barbilla con la mano derecha, en un gesto que le es característico, y apoyando con la otra sobre su pierna un libro, supongo que del que se trata, cerrado pero marcado con un dedo en una página determinada, lo mira también con atención y respeto.
La breve nota explica la ocasión: el presidente participa en la presentación de la novela como presentador y como entrevistador. El presidente Rodríguez Zapatero tiene cinco o seis meses de haber asumido el poder que le dio el voto de la izquierda y entre sus actividades de gobierno juzga que está bien leer una novela de un escritor paisano suyo y acepta opinar de ella en público y dialogar con él y con otra persona a propósito del libro en un espacio público, el Círculo de Bellas Artes, al que por supuesto asiste quien quiere.
El hecho es, en primera instancia, cultural, pero se trata también de un acto político. El libro trata sobre el dolor de la posguerra, un tema que el anterior gobierno del Partido Popular no quería tocar por ningún motivo y con el que Zapatero, al aceptar hablar de él, indica que le interesa el tema, que no sólo no lo rehúye sino que lo avala, y lo publica la editorial Alfaguara, una empresa del Grupo Prisa, poderoso en los medios e inclinado, hasta donde los intereses empresariales lo permiten, a la izquierda y que ha apoyado a Rodríguez Zapatero.
¿Podría pensarse algo semejante del presidente Fox? ¿Que leyera un libro de un escritor mexicano vivo y se formara una opinión y aceptara establecer un diálogo con el autor ante las personas que quisieran asistir? Por desgracia, creo que no. No tengo ninguna razón para pensar que sea porque nadie se lo ha pedido. Las pocas oportunidades que ha tenido para hablar de la cultura lo ha hecho leyendo el discurso y, por desgracia, con errores que han puesto en evidencia que no lo ha escrito él. Pero esto, claro, no lo digo del presidente Fox sino que me extiendo a imaginarme en esa situación a Zedillo, a Carlos Salinas, a De la Madrid, a López Portillo (que ejercía de escritor cuando no era presidente), a Echeverría, ¡a Díaz Ordaz!, y así me sigo hacia atrás y no encuentro que ninguno hubiera podido desembarazarse del pedestal terrible de la presidencia y bajar al pequeño mundo de la cultura y al más pequeño todavía de la vida real. ¡Cuándo llegará ese cuándo! Impensable, impensable.