Volver a casa

Ay, casa, le digo, qué bueno que sigues aquí, que has tenido piedad y no te has ido; aquí estás con tu calor que nos recibe, con tu olor natural a casa nuestra, con tus dimensiones intactas y tus cosas todas en su lugar. Qué alivio, casa. No es que tenga reproches de la salida; todo lo contrario: si ustedes supieran lo bien que se está en los bares de Sanlúcar y de Jerez, y del Puerto, las cosas tan ricas que se comen sin mayores pretensiones, como si uno fuera una persona nomás que quiere comer algo sabroso y entonces te dan esto y aquello que no quiero ni debo describir porque no sé cómo se hizo; lo cocido, lo frito, lo asado, todo tiene sus siglos de sabiduría y cómo un profano se va a meter a explicar a qué saben las cosas. Nada más les cuento que casi siempre comimos delicias. Y lo que vimos en cada lugar, los paisajes y las construcciones, y la gente con sus acentos peculiares y su manera de tratar a los hijos. Hubo uno, pobrecito, al que le dio un ataque de pánico adentro del elevador; sería un chiquito de tres años más o menos; el elevadorcito era para cuatro personas y nosotros dos ya estábamos dentro cuando él entró con su joven madre; se cerró la puerta, nos miró, yo a lo mejor dije algo por hacerme el gracioso, y el pobre niño se trató de fugar enroscándose en las piernas de la madre, aterrado, francamente aterrado. Pánico. Cómo hubiera querido poder hacer algo. Para él debió ser eterno el viaje hasta que se abrió la maldita puerta del infernal ascensor. Otros tratos con los hijos vimos que me disgustaron, qué difícil parece ser la relación de los adultos actuales con sus hijos, al menos en España; como que no supieran ser tiernos y cariñosos con ellos, como si les diera vergüenza hacerles caso delante de los demás. O en privado, porque la impresión que dan es de que los tratan con el mayor desapego posible, sin carne de por medio.

Y ahora que reviso lo que escribí los días anteriores, veo la cantidad de barrabasadas que puse antier, por ejemplo; yo que soy tan cuidadoso de la limpieza de lo escrito. Se ha de perdonar porque ya de sobra expuse las dificultades de enfrentarse al desconocimiento de un ciber-changarro. Antes digan que tuve la entereza para no dejar que pasara un día sin responder al reto de tener un diario al aire.

Mañana será otro día; me levantaré descansado y buscaré tranquilamente el poema que corresponda. Hoy, ya de noche, viajado, derrengado, agotado de esperar taxi en la estación de Atocha, en lugar de salir y tomar el metro para venir a casa, meto mano al archivo y les endilgo una reflexión que hice el otro día. Me encantaría que tuvieran una opinión al respecto y la comentaran. Pero no es requisito.

El otro día me dijo Arantza que son demasiado largas mis intervenciones en este espacio que está hecho para mensajes rápidos. Yo creo que tiene razón pero sé que yo no tengo remedio.


JARDINES COLGANTES

Hace tiempo que vengo buscando la manera de explicarlo sin que se preste a malas interpretaciones, sin que parezca que abomino de mi propia condición o que estoy en desacuerdo con el orden genético que determina cómo ha de ser uno en su particular morfología. Sé que tenemos por delante mucho enigma todavía; unos cuantos miles de años de reflexión no han sido suficientes para desentrañar esa madeja que nos tiene atónitos. Desconozco, como todos, el origen de la vida, misterio que nos estimula, y me atengo a las explicaciones parciales que nos da la ciencia evolutiva en cuanto se empeña en explicar que la función crea el órgano que la realiza. Y puedo decir que en términos generales me inclino mucho más a las explicaciones técnico científicas que se pueden extraer de la observación razonada de la naturaleza que a las respuestas múltiples que atribuyen la creación a alguna voluntad externa y juguetona que fabricara la vida para entretenerse, o con fines aún más inconfesables.

Quizás deba anteponer que tengo cuatro hijos; que, salvo algunos escarceos de curiosidad adolescente, he sido siempre proclive a emparejarme con mujeres, y he celebrado de mil maneras la diferencia anatómica y el lujo de complementarse tanto para la reproducción como para el placer y sus alegrías. Sin que intente acomodar en este alegato rasgos autobiográficos, ni mucho menos culpas o presunciones; aunque si se tratara de definir un perfil, más estaría del lado de la promiscuidad que del muy valorado por algunos de la castidad. Tampoco reconozco en mí traumas ni desavenencias afectivas u orgánicas que dieran lugar a que la maledicencia soltara el esperado ya salió el peine.


No sé en realidad si estas previas declaraciones sean necesarias ni si servirán para lo que aparentan en su primera intencionalidad o hagan más bien el papel de explicación no pedida… Tampoco me preocupa ya especialmente lo que pueda parecer, y ni siquiera lo que pueda ser. Simplemente quiero desde hace no sé cuánto tiempo decirlo porque opino que hay que decir lo que uno siente, hay que hacer caso del impulso de compartir el pan de la palabra y de la duda con los demás cuando uno cree que la observación sincera de los matices inagotables de la experiencia de la vida aporta una micra útil al tonelaje que hay que acabalar entre todos para algún día tener la respuesta que justifique el uso de lo que damos en llamar la inteligencia.


No me sabe bien el decirlo y noto que sólo la formulación de las palabras posibles de su enunciado me saca colores a la cara, pero creo que padecemos, como especie, un defecto notorio, o quizás pueda decir un defecto entre muchos otros, que habla por sí mismo de una etapa de transición, de un estadio evolutivo: tener los varones fuera del cuerpo los genitales me parece que revela una notoria imperfección.


¡Vaya!, me atreví a decirlo, ahora puedo transmitir los antecedentes y tratar de exponer lo que me ha llevado al incómodo descubrimiento, porque no se trata de una primera impresión sino de una salsa ya muy molida en el molcajete de mis meditaciones.


Primero que nada, está su fragilidad. Lo ojos no se salen del plano estructural óseo que los proteje a pesar de la aparente levedad del párpado; el martillo y el tímpano se cubren con el cartílago de su cueva de caracol; los dedos, que están expuestos absolutamente a todo, tienen los escudos córneos de las uñas que les hacen veinte guardianes dispuestos a lo que sea; hasta la lengua, cuya sumisión al interior del cuerpo es total aunque sus funciones sean tan orgánicas como mundanas, tiene el acorazado de las mandíbulas como resguardo y la engañosa debilidad de los labios como fortaleza. Los genitales, en cambio, como no sea la ropa, no tienen protección alguna.


Y con frecuencia la ropa no es más que otra enemistad con que contar porque aprieta, estruja, testerea, roza, magulla tan finas y delicadas extremidades y no pocas veces la obligada costura del pantalón que pasa precisamente por ese territorio para dividir ambas piernas, se entierra en medio de la bolsa que contiene los valores causando al cruzar distraídamente una pierna sobre otra unos dolores que pocas veces pueden manifestarse y se viven con heroico disimulo macho. O el riesgo, no por caricaturezco menos real, de un ziper distraído o de una psicológica cremallera vengativa, o el irritante roce del faldón de la camisa almidonada. Ya no digamos la tentación de aprovechar esa fragilidad en los casos contumaces de violencia de unos contra otros, que tal es sin paliativos la historia de la especie; allí cae el golpe o la patada con la certeza de su infalibilidad fatal.


Y luego está la indiscreta autonomía de reacciones ante estímulos externos que si bien es a veces gracia y galanteo, las más es ocasión de rubores y desfiguros, y eso que hay que reconocer que el diseño de prendas de ropa interior para caballero ha logrado verdaderos prodigios de más o menos cómoda contención de alardes, sin que deje de reconocer que vivimos en una época en la que ya están superadas las gazmoñerías que hicieron de lo genital territorio del diablo durante un montonal de siglos.


Y no me refiero al sitio en donde están puestos, que me parece el adecuado, tanto en lo práctico como en lo estético e incluso en lo mecánico -sin contar con que atreverse a modificar aunque sea con la imaginación la apariencia humana tan dependiente de su condición animal, sería una de dos: arrogancia enferma o locura artística-, sino a su disposición exterior colgante que, más allá de la armónica belleza que tan bien supieron exaltar los griegos y otras civilizaciones al ponderar el justo valor artístico de su representación plástica, como no sea en la intimidad pocas ocasiones tienen de justificar su existencia.


Sin querer ensañarme ni abusar del tema veo pocas ventajas en el modo de ser de partes tan importantes de nuestra anatomía. Y pienso que cuando uno reflexiona sobre algún defecto o carencia es bueno tratar de aportar si no las soluciones al menos alguna pista que oriente a otros que puedan compartir nuestras inquietudes.


Me abisma, por el atisbo de sus posibilidades, el conocimiento y la divulgación de datos que se ha hecho público en el mundo científico, sobre el mapa del genoma humano y su viable manipulación pero siento que allí tal vez se encuentre la clave para resolver el problema; el gen o los genes –perdón por mi ignorancia científica en cuanto al número apropiado- que tienen que ver con la apariencia de los –justamente- genitales, quizás podrían manejarse con cierta habilidad para que se creara, dentro del propio cuerpo masculino y por supuesto en el mismo sitio y con el mismo resguardo capilar, una cavidad suficientemente fuerte y a la vez flexible y dúctil que los contuviera y los dejara salir y explayarse cada vez que fuera necesario; algo así como la lengua adentro de la boca o el molusco adentro de la valva. Que se abriera un compartimiento ante determinados estímulos y aparecieran los órganos en toda su magnitud dispuestos a desarrollar sus funciones.


Ni se me ocurren las consecuencias anímicas o sociales que tal modificación pudiera causar; sé que hay muchos varones que viven sus riesgos con enorme orgullo y que la visión cultural que tenemos de nosotros mismos dificilmente se avendría a que fuera realidad una imagen como la que nos producen, por decir algo, los maniquíes desnudos o los santos de iglesia desvestidos; no obstante, me atrevo a especular con el tema y creo que no es del todo desafortunado dejarlo como pulga en la oreja de los que algo puedan hacer en los albores de la ordenación genética que ya se anuncia inminente, para mejorar imperfecciones de la especie.

4 comentarios:

elvira dijo...

Ale.
con la reflexion, de la infinidad de escultuas,pintuas femeninas, la primera que se me vino a la mente mientras leia "los jardines colgantes" fué la maravillosa escultura,
del DAVID de Miguel Angel´,
Elvira Trujillo

Anónimo dijo...

Ya que soy mujer, sólo sé de oídas de las incomodidades que comentas. Lo que creo que sí sé, es que estamos formados anatómica y mentalmente para perpetuar la especie, aunque no sé si lo conseguiremos…, y los espermatozoides tienen un papel muy importante en esa tarea y éstos necesitan una temperatura determinada para su existencia. Si estuvieran en el interior del cuerpo, la temperatura sería excesiva y se truncarían los planes de perpetuidad. Aunque si se trata de imaginar, o pedir, modificaciones, bastaría con incluir la adaptación de los espermatozoides a altas temperaturas.

Anónimo dijo...

Cuántas cosas están hechas para una función y en cuanto nos descuidamos, las estamos utilizando para otra. Si de veras te quieren leer, seguro que no les importa que seas extenso. A mí hasta ahora no me molesta en absoluto, claro que es el primer día que entro aquí y no te prometo que lo vaya a hacer todos los días, pero lo que es seguro es que voy a disfrutar de tus escritos por largos que sean y por nimia que parezca la cuestión que trates.

Alejandro Aura dijo...

Gracias, Inma, por tu participación y por tus observaciones respecto a la temperatura, pero eso se podría resolver con otra poca de ingeniería genética.

Hasta ahora los únicos que son un poco largos son los que están bajo la etiqueta "asombros y sorpresas", porque todo lo demás es calderilla.