Ilíada

No recuerdo si esa vez leí toda la Ilíada o nomás la estuve picoteando, porque ese 2005 fue un año marcado por otro acontecimiento, para la historia no más importante que Homero, pero para mi vida personal sí. Ya me había sucedido algo semejante con la descripción de cuando Helena es llamada por la mensajera Isis para ver el combate entre Paris y Alejandro -esa vez creo que andaba yo en Nueva York visitando a mis hijos-, e igual que en esta ocasión me pareció que teniendo cosas semejantes que decir, me daba Homero elementos para mi propio cuento, mi Homerito chulo, mi cieguito de cabecera; el caso es que de pronto me apareció el fragmento de Tamiris que fue atacado por las musas y se me ocurrió el poema; o no, no es que se me ocurriera el poema, un poema, sino que me puse a escribir lo que yo leí en esa anécdota y cómo me sentía ligado al destino de ese pobre personaje cuya culpa, aparte del gusto de tomarse unos tragos con los amigos, cantar y decir tonterías, era no poder trascender la belleza femenina e ir más allá. Me venían en auxilio muchos momentos de solaz y descoyunturas, de risas y otras adrenalinas con Arturo Beristain, a quien tanto extraño, y con otros amigos entrañables más la sensación de perder lo más por lo menos. Pero aunque digo esto anterior no con eso quiero decir que el poema se hiciera en la conciencia antes que en la escritura; una cosa y otra, poema y escritura, no pueden estar separadas: la chispa salta en el acto físico de la escritura. Si es que hay chispa.



TAMIRIS EL TRACIO

“…Dorio (donde las Musas, saliéndole al camino a Tamiris el tracio, le privaron de cantar cuando volvía de la casa de Eurito el ecaleo; pues jactose de que saldría vencedor aunque cantaran las propias Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas le cegaron, le privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara…”
Homero, Ilíada

Igual suerte que Tamiris el tracio he corrido yo;
él salía de la casa de Eurito el ecaleo en donde habían estado pellizcando la lira, bebiendo y componiendo el mundo,
cosa que como todos sabemos, aunque nos gusta hacerla y un poder superior nos impele, no está reservada a nuestras pobres fuerzas,
y antes de irse,
muy alegre y sosegado como se está cuando el vino entra al torrente de nuestras preocupaciones y las disuelve con su elegante sombra, tuvo la ocurrencia de decir que no creía en las musas,
que para él la creación era el trabajo, que eran patrañas
de holgazanes y advenedizos, que
“musas a mí, eso quiero yo, ja, pero las quiero a otras horas y para otra cosa”
y salió no muy recto, tal como a mí me ha pasado algunas veces, ligoteando ideas con imaginaciones,
recuerdos con presagios y deseos
y se encaminó al cercano bosque que había de cruzar por fuerza, como a todos nos pasa, antes de llegar a su destino,
¡que otro hubiera sido!
Allí, en esos sombríos trayectos en que se internaba sin temor
no sabiendo lo que le devendría,
las Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida,
lo cercaron por designio divino como si fueran un juego de espejos, lo acorralaron, lo amansaron con sus altos poderes,
le afearon sus locas expresiones de descrédito y chacota
y ante el terror reflejado en el último brillo de sus ojos,
le infligieron el peor castigo que se puede aplicar a un poeta: lo cegaron, lo privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte
de pulsar la cítara.
Y nadie crea que tenían piedad ni lástima del pobre hombre
que no obstante las había mirado una a una, de frente,
retratando en medio del pavor sus perfectos rostros
–las hijas de Zeus dedican su estar en la eternidad a cuidar
con afeites y cosméticos naturales la belleza de sus pieles
y sus larguísimos y abundantes cabellos,
la contundente hermosura de sus cuerpos alimentados con
mieles y ambrosías, la ligereza de sus longuísimas piernas,
la táctil agilidad de sus divinos pies-,
no, ninguna clemencia mostraron sino riéndose y contentas
se internaron en lo profundo con su óbolo, pues de algún lado
han de obtener los cantos y melodías con que alegran a los dioses.
La suerte de Tamiris el tracio, digo, la he corrido igual,
y como él, guardo en algún pliegue imposible de mi ceguera
y mi mutismo,
arrinconado en esta pocilga de mendicante,
la felicidad de haber visto -¡mal que lo hiciera!- la insondable
belleza de las Musas.